Hedor de locura – Importaciones Karstrom

Relato de David Velasco

 

Ella

Mientras me violaba, el olor se hacía insoportable, vomitivo, nauseabundo; un hedor mezcla de su aliento cargado de alcohol, del sudor rancio de su cuerpo y del perfume barato de las putas que llenaban los locales de alterne que solía frecuentar. Aquella noche llegó más borracho que de costumbre. Debí haberme dado cuenta antes de la pesadilla que me esperaba. Tal era su embriaguez, que le resultaba imposible abrir la puerta de lo que un día soñé que sería un hogar colmado de felicidad, un enorme caserón de tres plantas que para mi desgracia estaba situado en el centro de una finca cuya verja más cercana se encontraba a unos cien metros de distancia. Aquello era una trampa mortal gracias a la cual nadie podía oír mis gritos, mis constantes alaridos, fruto de sus innumerables palizas y vejaciones.

 

¿Por qué no lo dejaba? Un sinfín de ocasiones me hice esa pregunta para la que tenía múltiples respuestas: amor malsano, el no tener familia, ni estudios, ni un aparente futuro por delante, el no conocer otra cosa mejor, el miedo a los cambios, la costumbre a la rutina a pesar de vivir en una jaula… ¡Qué estúpida fui!

 

Como no podía abrir la puerta, comenzó a golpearla gritando mi nombre, maldiciéndome. Al igual que en tantas ocasiones, no debí haberle abierto, pero lo hice. Su insoportable olor fue lo primero que me golpeó, antes incluso que su mano. Me dio con la palma abierta, en pleno rostro, y entonces se abalanzó sobre mí, echándome su insoportable aliento. Debido a la fuerte bofetada y a aquella terrible peste que desprendía, me mareé en un instante y una bocanada de vómito sumamente agrio acudió a mi garganta. Aunque intenté tragármelo de nuevo, no pude retenerlo y se lo eché encima, sobre el pecho. Entonces todo se convirtió en un infierno. Un puñetazo en la boca del estómago hizo que me doblase de dolor, sin aliento, sin respiración. Caí al suelo aturdida y en ese momento comenzaron las patadas. Una, dos, tres… Perdí la cuenta y sólo volví a la realidad cuando me cogió del pelo y comenzó a arrastrarme hacia el salón. Nada podía hacer para impedirlo por más que gritaba y me retorcía de rabia. De repente sentí cómo me levantaba y me lanzaba contra el sofá. Una nueva bofetada me partió el labio, que comenzó a sangrar.

 

En ese instante tuve un momento de respiro en el que me fijé en su rostro. No parecía el mismo. Tenía los ojos inyectados en sangre y la boca abierta, jadeante.

 

—¿Por qué me haces esto? ¡Déjame en paz! —grité con todas mis fuerzas, pero aquello sólo sirvió para enfurecerlo aún más.

 

—¡Cállate, puta! ¡No sirves para nada! ¡Ven aquí!

 

Me cogió de nuevo del pelo y tiró con fuerza. Entonces me arrancó la blusa. Los botones saltaron por los aires y cayeron al suelo, testigos mudos de mi sufrimiento. Un puñetazo en la mejilla izquierda me dejó una vez más aturdida, tirada en el sofá. Apenas sentí cómo me quitaba el resto de la ropa, aunque lo hizo con una violencia brutal. Fue en esos momentos cuando me penetró con rabia, desgarrándome las entrañas, haciéndome sentir la mayor basura de este mundo. Con una mano tiraba de mi pelo, obligándome a echar la cabeza hacia atrás, mientras con la otra me apretaba el cuello y me impedía respirar. Todo ello sin dejar de embestirme, de herirme por dentro, de hacerme sentir desgraciada. Me escupía en pleno rostro, llamándome puta sin parar, diciéndome lo mucho que me odiaba, echándome encima su insoportable aliento, aquel hedor etílico que me revolvía las tripas y que por desgracia tan bien conocía. Estaba ebrio de alcohol, de lujuria, de celos enfermizos e infundados, de una locura que lo poseía y lo transformaba en un auténtico monstruo, un demente que en esos momentos me violaba sin cesar, sumiéndome en un mar de dolor y repugnancia.

 

Como tantas otras veces, todo acabó de repente, saciadas ya sus ansias, o al menos eso pensaba yo, porque en aquella ocasión todo fue diferente…

 

No había pasado ni un minuto cuando se levantó del sofá hecho una furia y comenzó a golpearme de nuevo. Entonces me armé de valor. No sé ni cómo lo hice, pero conseguí zafarme de él y me puse en pie para salir corriendo en dirección a la cocina. Nada más llegar lo vi. Sobre la encimera descansaba el cuchillo con el que había estado cortando el pan de la cena. Lo cogí sin pensarlo y de inmediato me di la vuelta. Allí estaba él, rojo de ira, con el rostro desencajado y la mirada torcida. Se rió de mí.

 

—¿Qué vas a hacer con eso? —gritó—. ¡Vamos, hija de puta! ¡Ven a por mí! ¡Vamos, zorra!

 

No lo dudé. Me abalancé sobre él con mi improvisada arma por delante, pero las piernas me temblaban. Cerré los ojos y sentí cómo el cuchillo hería su carne. Por desgracia sólo le alcancé en un brazo. El codazo que me propinó en pleno rostro me partió el tabique nasal y me lanzó hacia atrás, de forma que me golpeé la cabeza contra la encimera de mármol. Caí una vez más al suelo para no volver a levantarme jamás. Aquel miserable cogió el cuchillo, y poseído por una rabia ciega me lo clavó en el abdomen. Una, dos, tres, hasta cuatro veces sentí cómo aquel frío aguijón traspasaba mi carne. Ése fue mi final, mi triste final a manos de aquel carnicero…

 

Él

Estaba ciego de ira. Aquella puta no sólo se había atrevido a atacarme, sino que había conseguido herirme. Lo pagaría caro, muy caro. En ese momento sólo tenía una idea en mente: coger el cuchillo y hundírselo en el estómago. Lo hice sin vacilar y entonces vi cómo se retorcía de dolor. Las manos me dolían de apretar con tanta fuerza. Aun así, sin perder ni un instante volví a sacarlo y a clavarlo de nuevo, una y otra vez. En ese momento lo estaba disfrutando. Me estaba vengando de aquella zorra que me había dado tantos malos años de vida. Por fin sería libre; libre para hacer lo que quisiera, sin tener que oír sus horribles lamentos ni ver su estúpida cara…

 

De repente todo se quedó en silencio. Me miré las manos y las vi manchadas de sangre. En ese instante me puse en pie y dejé caer el cuchillo al suelo. Me acerqué al grifo de la cocina, lo abrí y me lavé las manos. Después de aquello me dirigí al mueble bar del salón, del que cogí una botella de ron a la que le di un buen trago. No sé por qué, pero siempre había preferido el ron al whisky. Me senté en el sofá y seguí degustando aquel elixir que tan feliz me hacía. Un trago, otro… No sé qué hora era, sólo sé que me quedé dormido.

 

Al despertar me asaltó un fuerte olor. Era un hedor penetrante, como a herrumbre. No tardé en levantarme del sofá. Quería ver su cadáver, asegurarme de que estaba bien muerta. Me dirigí hacia la cocina, donde aquel olor era mucho más intenso, y entonces la vi, tendida en el suelo sobre un enorme charco de sangre y bajo un enjambre de moscas negras como la noche, que habían entrado por la entreabierta ventana, atraídas por el aroma de la muerte. Me quedé allí de pie, inmóvil, contemplando mi obra mientras pensaba qué hacer con ella. Era sábado por la mañana, por lo que tenía tiempo por delante. Lo primero que se me ocurrió fue meterla en la bañera mientras yo limpiaba el resto de la casa. Entonces subí a la primera planta a coger una sábana con la que envolverla. No tardé en bajar. Me acerqué al cuerpo y empecé a espantar aquellas horribles moscas que no dejaban de lamer su sangre. Traté de levantarla cogiéndola por un brazo; estaba tiesa como un palo y fría como un témpano de hielo. Me fijé entonces en su rostro; parecía dormida, serena. En ese momento abrió los ojos y clavó en mí una mirada perdida, propia de unos globos oculares totalmente blancos. Me resbalé y caí de espaldas con tan mala fortuna que me golpeé la nuca contra la puerta de la cocina. Quedé mareado, aturdido, y con el corazón acelerado al borde del infarto, pero me recompuse como pude para comprobar si seguía viva. De nuevo estaba inerte, muerta, con los ojos cerrados. ¿Qué demonios había sido eso? ¿Lo habría imaginado? Mi mente debió jugarme una mala pasada…

 

Las moscas zumbaban a mi alrededor, provocando un monótono e insoportable sonido que me estaba taladrando el cerebro. La escena era asquerosa, repugnante. El estómago vacío se me revolvió y una arcada de vómito llenó mi boca. La escupí al suelo y me puse de nuevo en pie. Debía limpiar todo aquello cuanto antes. Cogí de nuevo la sábana y la eché sobre el cadáver. Después giré el cuerpo para que quedase encima de la tela, y cuando lo conseguí anudé el lienzo como pude para tratar de envolverla. Entonces comencé a tirar de ella, arrastrándola escaleras arriba hacia la primera planta. Me costó más de media hora llegar a mi destino, hasta que finalmente la levanté y la dejé caer dentro de la bañera.

 

Salí de allí de inmediato. No me encontraba bien. Me dolía todo el cuerpo, sobre todo el brazo herido, y tenía náuseas y mareos. Me dirigí hacia el dormitorio y me tumbé en la cama. Necesitaba descansar. No recuerdo nada más de aquellos momentos… Debí dormirme, porque cuando abrí los ojos estaba anocheciendo.

 

Bajé directamente a la cocina, ya que necesitaba comer algo. Allí vi de nuevo aquel enorme charco de sangre seca plagado de moscas. Estaban por todas partes. Había decenas de ellas posadas en cada rincón de la sala. Se me metían en los oídos y me andaban por la cara y los ojos. Las aparté dando manotazos y abrí la nevera para coger algo que echarme a la boca. Estaba prácticamente vacía, así que cogí una botella de leche a la que le di un largo buche, tragando con ansias su contenido. Para mi desgracia, cuando la retiré de mis labios me dio el olor a podrido. Me acerqué la botella a la nariz y aquel insoportable hedor me tiró hacia atrás. La leche estaba rancia, hecha grumos, y desprendía una peste indescriptible. La botella se me cayó de las manos y se hizo añicos contra el suelo, esparciendo todo su contenido. Yo caí de rodillas, regurgitando todo lo que había ingerido sobre aquel piso en el que se mezclaban sangre y vómitos por igual. Cuando me recuperé un poco, me levanté y metí la cabeza en el fregadero. Entonces abrí el grifo para lavarme y refrescarme, pero en lugar de agua comenzó a manar un cieno pútrido y espeso que hizo que saliera corriendo de la cocina.

 

Pagué mi ira con la mesita del teléfono que había en el salón, a la que le di una fuerte patada. Todo lo que había en ella salió volando, incluida una lámpara de cerámica que se estrelló contra la pared, y que quedó completamente destrozada. Acto seguido, me senté en el sofá para calmarme y fue en ese momento cuando escuché varios pasos en el piso de arriba. No podía ser verdad, pero sin duda los había oído…

 

Me dirigí hacia las escaleras pensando que aquella puta seguía con vida. No lo haría por mucho tiempo. Ascendí sin demora al primer piso y entré en el cuarto de baño. La imagen que vi me sobrecogió. Tirada en la bañera estaba la sábana manchada de sangre, pero no había ni rastro del cuerpo.

 

—¡Maldita zorra! —grité con todas mis fuerzas—. ¿Dónde diablos estás? Ven aquí. ¡Ven aquí ahora mismo!

 

Escuché unos lamentos y no dudé en seguirlos. Venían del dormitorio. Traté de entrar, pero la puerta estaba cerrada. Esa malnacida no sólo estaba viva, sino que se había encerrado.

 

—¿Estás ahí? ¡Ábreme! ¡Abre de una maldita vez!

 

No obtuve respuesta. Le di una patada a la puerta con todas mis fuerzas, pero era lo bastante sólida como para no hacerle nada. Entonces pensé en su móvil. Si lo tenía consigo podría pedir ayuda. Bajé corriendo al salón en busca de su bolso, para ver si estaba allí el teléfono. Por fortuna encontré lo que buscaba. Sin pensármelo dos veces cogí el móvil y lo estrellé contra el suelo para evitarme nuevas sorpresas. Inmediatamente lo pisoteé varias veces hasta dejarlo inservible. Había llegado el momento de reaccionar. Tenía que entrar en el dormitorio de cualquier manera; no podía dejar que escapase de allí. Salí corriendo de la casa, siempre con un ojo puesto en la puerta por lo que pudiera pasar, y me dirigí al garaje. Abrí la puerta, que estaba a unos diez metros de la entrada, y sin demora cogí el hacha que empleaba para arreglar el jardín y que descansaba en una de las estanterías que llenaban las paredes de la cochera. Tardé sólo unos dos minutos en regresar. Así, empuñando el hacha, me planté ante la puerta del dormitorio, que seguía cerrada.

 

—¡Ábreme! ¡No voy a repetírtelo más veces!

 

De nuevo no obtuve respuesta alguna, por lo que descargué mi arma contra la puerta, a la altura del pomo. Uno tras otro, fui dándole hachazos sin parar, hasta que la madera se hizo astillas. Una nueva y certera patada hizo saltar el pestillo. Estaba agotado, sudoroso y me faltaba el aire, pero lo había conseguido. Entré en la habitación hecho una verdadera bestia, y para mi sorpresa allí no había nadie. No podía ser. Aquello era imposible… Me tiré al suelo para mirar debajo de la cama… Nada. Para entonces ya había caído la noche. Me di cuenta de ello porque en ese momento se fue la luz. Pulsé repetidamente el interruptor, pero todo fue inútil.

 

—¡Dios! ¿Qué está pasando? ¿Qué diablos es todo esto?

 

Estaba desquiciado. Bajé corriendo las escaleras, a tientas y tropezándome con todo. Guiándome por el débil resplandor que entraba por las ventanas, abrí la puerta del cuadro de luces y todo estaba en orden. Pulsé las clavijas una y otra vez, pero la luz continuó sin volver. Entonces escuché una risa en la planta superior, y por primera vez oí aquella chirriante voz.

 

—¿Has venido a por mí? ¡Sube!

 

Se me erizó el vello de todo el cuerpo. ¿Dónde demonios estaba aquella desgraciada? Sobreponiéndome a mis temores entré de nuevo en la cocina, donde sabía que había velas en uno de los cajones. No tardé en encender una. Empuñando el hacha en una mano y con la vela en la otra, me dirigí con cautela hacia el piso superior. Iba con la espalda pegada a la pared, atento a cualquier ruido o movimiento, por pequeño que fuese. Llegué al pasillo y todo estaba en calma, salvo un pequeño ronroneo que empezó a sonar suavemente en el cuarto de baño. La puerta estaba cerrada, por lo que la abrí de golpe para soprender a quien estuviera dentro, pero la sorpresa me la llevé yo. Tirado en la bañera estaba el cadáver de aquella puta, lleno de gusanos a más no poder, gusanos que se movían sin cesar por su rostro, por su boca abierta, por sus ojos. Pero lo peor de todo fue aquel insoportable hedor a descomposición que me golpeó como si de una fuerte ola se tratase. Aquella peste insana se coló hasta lo más profundo de mis pulmones, haciendo que incluso se me nublara la vista. Comencé a retroceder, guiado por la luz de la vela, pero aquella voz volvió a llamarme.

 

—Acaba conmigo. Has venido a eso. Usa tu hacha.

 

Me estaba volviendo loco. ¿Acaso era ella quien me hablaba?

 

—¡Vamos, cobarde! ¡Ven si te atreves! Nunca fuiste lo suficientemente hombre, ni siquiera cuando me violabas.

 

—¡Cállate, zorra! ¡Cállate de una vez!

 

Entré a la carrera en el cuarto de baño poseído por la ira, y descargué mi hacha contra la cabeza de aquella arpía. Una, dos, hasta tres veces repetí aquel movimiento mientras los gusanos y sus sesos saltaban por los aires, llenando las paredes y la cortina de la bañera. Fue en ese momento cuando me vi en el espejo. Respiré profundamente para tranquilizarme, pero la imagen que tenía ante mis ojos era horrible. Estaba completamente demacrado. No parecía el mismo. Aquel nauseabundo olor a podrido me devolvió a la realidad. Dejé caer el hacha y lancé la vela al lavabo. La llama se apagó al momento. Salí corriendo de aquel cuarto de baño transformado en cámara de los horrores y no recuerdo bien lo que sucedió a continuación. Creo que tropecé al bajar, que me golpeé la cabeza y que perdí el conocimiento. Cuandó abrí de nuevo los ojos estaba tumbado a los pies de la escalera sobre un charco de sangre que había salido por un corte que me ocupaba la ceja izquierda y parte de la frente. El dolor de cabeza era insoportable, acentuado por aquel repulsivo hedor que se había adueñado de toda la casa.

 

Me lenvanté cuando pude reunir fuerzas, y tambaleándome me acerqué a la ventana. De nuevo estaba anocheciendo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Quería morir, quería acabar con aquella locura que me estaba consumiendo en vida. Nada tenía sentido. La había matado y ahora todo parecía haberse vuelto en mi contra. Entonces escuché de nuevo aquella horrible voz.

 

—¡Reúnete conmigo! ¡Te estamos esperando!

 

—¿Qué quieres de mí? ¿Qué demonios quieres de mí?

 

—Acaba con tu vida… Hazlo ya… Tienes que morir…

 

Morir. Ésa era la única solución. Tenía que hacerlo, y cuanto antes mejor. Debía acabar con mi vida. La voz lo había dicho. La voz. La voz. Llenó por completo mi cabeza, de manera que no existía nada más a mi alrededor; sólo esa espeluznante voz que parecía nacer de aquella insoportable fetidez que se colaba hasta lo más profundo de mis pulmones. Apenas podía respirar, tal era la densidad de aquella peste que llenaba el ambiente. Me faltaba el aire. Jadeante, me dirigí hacia la cocina. Estaba cansado, abatido, pero pronto le pondría fin a toda aquella pesadilla.

 

—¡Hazlo ya! ¡Muere!

 

Sí, tenía que hacerlo. Ésa era la única solución.

 

—¡Hazlo! ¡Hazlo! Te estamos esperando.

 

Abrí uno de los cajones de la cocina y cogí un alargador que tenía con cinco metros de cable. Entonces lo vi claro.

 

—¡Quítate la vida! ¡Muere!

 

Subí a la segunda planta de la vivienda y me dirigí a la terraza. Por fin mi mente estaba despejada… Sin demora abrí las puertas que daban al exterior y levanté la persiana. Salí y até un extremo del cable a la reja de la barandilla y con el resto me di un par de vueltas alrededor del cuello antes de hacer un fuerte nudo que me impedía respirar.

 

—¡Ahórcate! ¡Muere!

 

No podía soportarlo más. Una única idea ocupaba mi mente: poner fin a aquella voz que me estaba volviendo loco y a aquel indescriptible e inmundo olor que se había extendido incluso por el exterior de la casa. No podía más. Morir, morir, morir…

 

Sin pensarlo, salté al vacío…

 

Periódico local, varios días después del suicidio

Titular: Hallan el cadáver de un hombre de 35 años ahorcado en su domicilio

Extracto del cuerpo del texto: La llamada de un desconocido alertó a la policía municipal del fallecimiento de E.M.R., un vecino de la localidad de 35 años, que vivía solo, y que ha aparecido ahorcado en su domicilio. Según fuentes policiales, todo parece indicar que se trata de un suicidio, a pesar de que se han encontrado signos de violencia por toda la casa. Las autoridades competentes han declarado el secreto del sumario, y ya se ha abierto una investigación para esclarecer las causas de este macabro suceso.

 

En palabras de Juan Ruiz, uno de los primeros vecinos que acudió al lugar de los hechos, el cuerpo pendía inerte en el exterior de la vivienda, colgado del cuello por una especie de cable que había sido atado a la reja de una de las terrazas del domicilio de la víctima…

 

Sesión de ouija en casa de Eduardo

Un mes antes de su suicidio

 

– Eduardo: ¿Cómo te llamas?
– Ouija: V-I-O-R-I-C-A
– Eduardo: ¿En qué año perdiste la vida?
– Viorica: 1-9-5-9
– Eduardo: ¿Qué te ocurrió?
– Viorica: M-E-M-A-T-A-R-O-N
– Eduardo: ¿Cómo?
– Viorica: D-O-L-O-R
– Eduardo: ¿Conocías a tu asesino?
– Viorica: S-I
– Eduardo: ¿Quién era?
– Viorica: E-L-L-A-E-S-T-A-A-Q-U-I
– Miguel: Vamos a dejarlo por hoy. Esto no me gusta.
– Viorica: N-O
– Eduardo: ¿Qué has querido decir con ese no?
– Viorica: N-O-P-O-D-E-I-S-I-R-O-S
– Eduardo: ¿Por qué no?
– Viorica: V-A-I-S-A-M-O-R-I-R-T-O-D-O-S
– Miguel: Vámonos. Esto no está bien. Debimos dejarlo hace tiempo.
– Eduardo: No podemos romper el contacto sin su permiso. Es peligroso.
– Nacho: Maldita sea. Vamos a tranquilizarnos. Sigue preguntando.
– Eduardo: ¿Corremos peligro?
– Viorica: S-I
– Eduardo: ¿Por qué?
– Viorica: P-U-E-R-T-A-A-B-I-E-R-T-A
– Eduardo: ¿Quieres decir que hemos abierto una puerta?
– Viorica: S-I
– Eduardo: ¿Y quién ha entrado?
– Viorica: E-L-L-A-E-S-T-A-A-Q-U-I
– Eduardo: ¿Quién es ella?
– Viorica: Sin respuesta.
– Eduardo: ¿Quién es ella?
– Viorica: 6-6-6
– Eduardo: ¿Se trata del diablo?
– Viorica: E-L-M-A-L
– Eduardo: ¿Y qué es lo que quiere?
– Viorica: A-L-M-A-S
– Eduardo: ¿Podemos echarla?
– Viorica: N-O
– Eduardo: ¿Qué podemos hacer?
– Viorica: M-O-R-I-R

 

El vaso, que ha comenzado a moverse con suma rapidez sobre el tablero de espiritismo sin indicar ninguna frase coherente, estalla de repente en decenas de minúsculos cristales, hiriendo las manos, así como los sorprendidos y aterrados rostros de los asistentes a la sesión de ouija.

 

Miguel, una semana después del suicidio de Eduardo

Me desperté sobresaltado en mitad de la noche y la vi a los pies de la cama…

Entonces supe que mi final estaba cerca.

↑ Si has leído este relato completo, ganas un punto de experiencia (PX).

 

© David Velasco

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