Sueños de arena

Relato de David Velasco

 

Recuerdo que el sol era abrasador. Tenía la boca seca y los labios totalmente agrietados después de llevar más de dos semanas atravesando aquel inhóspito desierto de arenas blancas que te cegaban los ojos. Nos encontrábamos en una de sus zonas más duras y agrestes.

 

Según los escasos mapas que existían, más de veinte días de camino sin encontrar la sombra de una simple roca o el refugio de una palmera eran los que nos separaban de nuestro siguiente destino, la pequeña aldea de Ad-Baldurem, un puñado de casas enclavadas en el mismísimo centro de aquel infernal desierto junto al Oasis de Izda-Makum. Almajarraka lo llamaban muchos, pues aquél era en verdad un lugar dominado por el mal. Se contaban por decenas los que aseguraban haber visto a los espíritus que allí habitaban, las almas de los condenados que eran enviados al norte de Almajarraka para no regresar jamás, pues allí se encontraba la temida prisión de Iskéndery, donde los penados eran encadenados en solitario a los grandes obeliscos de piedra que allí se erguían para dejarlos morir de hambre y sed. Nadie viajaba hacia el norte del Oasis de Izda-Makum, pues nadie regresaba.

 

Según los cálculos de Jemén Abul, el veterano guía de la caravana, nos faltaban unos cinco días para llegar a aquella maldita aldea llamada Ad-Baldurem, paso obligado para alcanzar el este por la Ruta de las Caravanas del Norte. No estaba seguro de poder soportarlo. Estaba cansado del lento caminar de mi dromedario, y me dolía toda la espalda después de tantos días de viaje sobre aquel endemoniado animal que no dejaba de morderse el sucio pelaje para arrancarse las garrapatas que se hinchaban con su sangre.

 

En una de aquellas ocasiones me mordió en la pierna. A partir de ese momento comencé a tratarlo como la maldita bestia que era. Más de una patada le di con todas mis fuerzas en la cabeza, y su actitud mejoró considerablemente cuando me hice con una larga y flexible vara que empleé sobre su piel sin miramientos. Entonces comenzamos a llevarnos bien. Mi cariño por aquel macho altivo crecía más cada día que pasaba, y parecía que el dromedario sentía algo similar por mí; respeto por mi vara, diría yo, aunque no podría asegurarlo. Durante los siguientes días, mientras avanzábamos por aquel paraje desolado, me entretuve quitándole las garrapatas a mi montura, que pareció agradecérmelo. Había comprado aquel animal en el bullicioso mercado del gran Caravansar de Amün-Rashí por una nada desdeñable suma de monedas, a pesar de haber regateado hasta la saciedad bajo un sol de justicia. El comerciante, un tipo obeso, de uñas negras y olor rancio, aseguraba que era el mejor ejemplar que tenía a la venta; y no me estaba engañando, tal y como más tarde me demostraría el propio dromedario en aquella zona del desierto que parecía no tener fin. Las dunas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y el viento no dejaba de arrastrar una gruesa arena que nos hería la piel y que se nos metía en los ojos. ¡Pero todo aquello no era nada! Lo peor estaba aún por llegar. ¡Jamás olvidaré la condenada tormenta de arena que nos sorprendió en mitad de ninguna parte…! Por suerte duró poco, apenas lo que un jampa de las tribus nómadas de Zel-Mondur tarda en subirse a una palmera y en cortar todos sus frutos, pero el tiempo que estuvimos bajo el azote del viento se hizo eterno, o al menos así me lo pareció.

 

Los gritos de Jemén Abul se escucharon de repente, avisándonos del inminente peligro. Entonces el caos se extendió por toda la caravana. Cada cual trataba de protegerse como podía. Bestias y hombres por igual presentían lo que se les venía encima: toda la ira de los dioses en forma de viento y arena. Las tormentas de fuego, como también se las llamaba, no eran muy comunes en aquella zona del desierto, y solían durar poco, como por la gracia de Abdomal-Vachi ocurrió aquel día. Pero eran muy rápidas, endiabladamente rápidas. No hubo tiempo para nada, ya que aquel vendaval candente se nos echó encima. En un abrir y cerrar de ojos, la brisa se transformó en viento, y el día se hizo noche, pues la arena ocultó la cara del sol. Mi dromedario se agazapó, y yo junto a él. Sin demora cogí la vieja ruana que usaba para cubrirme en las frías noches, y con ella tapé mi cabeza, así como la de mi montura para tratar de protegerle los ojos y los oídos, además de los orificios nasales y la boca, para que pudiera respirar. Por fortuna yo llevaba bien sujeto mi tagelmust, que me cubría toda la cabeza y el rostro, a excepción de los ojos, por lo que estaba bien protegido para respirar. Eso era lo primero que nos enseñaban desde pequeños; aprender a respirar bajo el azote de los dioses. En ésas me encontraba cuando un destello que vi a través de la ruana me llamó poderosamente la atención. Traté de contenerme, pero no pude, pues aquel reflejo azulado se hizo más intenso. Sujetando bien la manta, asomé un poco la cabeza y entreabrí uno de mis ojos. El viento era muy intenso y la arena me estaba castigando la piel de mis desprotegidas manos. La chilaba me cubría hasta los tobillos y las muñecas, pero las manos, sujetando la ruana, estaban totalmente a merced de las arenas. En esos momentos deseé estar en el interior de una buena jaima, degustando un té con menta y fumándome una shisha con el mejor mu,essel del Oasis de Kartándara, pero era absurdo pensar aquello en la situación en la que me encontraba, mascando arena, con el cuerpo dolorido por completo y sin poder siquiera levantarme.

 

Entonces la vi. Cuando abrí uno de mis ojos estaba allí, a varios pasos, y de ella surgía aquel reflejo que había llamado mi atención. Han pasado ya tres días desde entonces, y en ningún momento he podido olvidarla. Sumamente hermosa, etérea… No había dudas de que se trataba de ella. Sólo la había visto una vez en mi vida, y me encontraba entre los pocos que juraban haber contemplado su bello rostro. Eso había ocurrido hacía más de diez años, muy lejos del lugar en el que me encontraba, al sur, en las estribaciones de los Montes Orzëb, a los que había ido con mi padre en busca de crías de zorros del desierto. Salimos en su busca de noche, y en una rápida batida me perdí. Me quedé solo en aquellos páramos y entonces la vi por primera vez. Fue a mucha más distancia, pero me resultó inconfundible, pues en innumerables ocasiones había escuchado a mis mayores hablar de la Dama de las Arenas. Desde aquel momento, fue para mí toda una obsesión. La vi fugazmente, apenas unos instantes en los que ella me sonrió y me invitó a seguirla antes de desaparecer. Vagué durante toda la noche por aquel desolado paraje intentando encontrarla, pero me fue imposible. La Dama de las Arenas, la Señora del Desierto, aquella de la que se contaban cientos de historias, se había ido para no volver. A lo largo de los años seguí buscándola, ansiando encontrarme de nuevo con ella, pero jamás volví a verla hasta hace tres días, bajo el azote de aquella implacable tormenta de arena.

 

En cuanto me percaté de su presencia, saqué la cabeza de debajo de la ruana y traté de abrir los ojos al máximo. Intenté entonces ponerme en pie para seguirla, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles. La arena y el viento me golpeaban con fuerza. Tuve que rendirme, y caí de nuevo sobre mi dromedario, pero no dejé de mirarla en ningún momento. Su cuerpo resplandecía y avanzaba por las dunas como si no le afectase el vendaval. En ese momento volvió la cabeza, me miró y sonrió. Me pareció ver que decía algo, pues con el fuerte soplido del viento me era imposible oír nada. Desesperado por alcanzarla, me incorporé de un salto y me lancé a la carrera tras sus pasos. ¡Qué estúpido fui! El implacable aliento de los dioses no tardó en derribarme. Caí de costado y me golpeé la cabeza contra el ardiente suelo del desierto. No veía nada, absolutamente nada. La arena me había entrado en los ojos y la boca, pues al caer se me había soltado el tagelmust que me cubría la cabeza. Me costaba respirar y me ardían los pulmones. Grité con todas mis fuerzas, pero no sirvió para nada. Nadie sería capaz de oírme, y si alguien lo hacía no podría ir en mi ayuda. Entonces sentí una mano que me acariciaba la frente.

 

El horrible sonido del despertador se me metió en la cabeza, como una taladradora, inclemente. Otra vez había tenido aquel sueño en el que veía a aquella extraña mujer que me recordaba a Nicole. ¡Dios mío, Nicole! De repente fui de nuevo consciente de la realidad. Volvía a estar en Nueva York, en mi apartamento. No podía levantarme pues me dolía todo el cuerpo, pero debía hacerlo. Tenía que llegar temprano a la oficina. Aquél era el día señalado, el que había esperado con tanta ilusión. Era el cumpleaños de Nicole, mi guapísima compañera de trabajo con la que llevaba saliendo desde hacía tres veranos. Lo tenía todo preparado. Por la noche iríamos a celebrarlo a un lujoso restaurante de Manhattan, donde le pediría que se casara conmigo. Sin duda, el día prometía ser muy especial. Si todo salía bien, jamás olvidaría aquella fecha. Era el 11 de septiembre de 2001, y aunque estaba deseando que llegara la noche, antes me esperaba una dura jornada de trabajo en lo más alto de una de las torres del World Trade Center.

 

© David Velasco

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