¡Jamás olvidaré su rostro! Nunca la había visto tan feliz. El mundo nos sonreía. Lo teníamos todo: buenos trabajos, salud, éramos jóvenes y nos queríamos. Recuerdo que fuimos a cenar a uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Ella estaba radiante, preciosa… Yo lo tenía todo planeado. Aquella noche le pediría que se casara conmigo. Llevaba el anillo en el bolsillo y me había puesto mi mejor traje. Nada podía salir mal.
Llegamos sobre las diez de la noche, y yo le pregunté al maître por una reserva hecha a mi nombre. Sin mayor demora nos sentamos. Me sudaban las manos y me temblaba el pulso. En pocas ocasiones en mi vida había estado tan nervioso. Yo no podía esperar más; tenía que pedírselo cuanto antes o mi corazón estallaría en pedazos, tal era la fuerza de su latido. En ese momento nos interrumpió uno de los camareros, que nos preguntó qué deseábamos para beber. Le solicité que me trajera la carta de vinos, y tras leerla con detenimiento pedí una de las botellas de las que aparecían como recomendación de la casa; la ocasión lo merecía. Cuando regresó, el camarero me dio a probar aquel dulce elixir y degusté el caldo con delectación. Quedé embriagado, por lo que en cuanto nos sirvió cogí mi copa y la levanté en el aire, instando a Carla a que brindara conmigo. Al instante nuestras miradas se cruzaron, y nuestras copas chocaron entre sí, testigos de nuestra felicidad. ‘Por nosotros’, dijimos los dos al unísono, como solíamos hacer siempre que brindábamos. Deslicé la copa hasta mis labios con la mirada clavada en el rostro de Carla. Jamás olvidaré la sonrisa que tenía aquella noche. Estaba preciosa.
Probé de nuevo el sabor del vino, y al instante me sentí más animado. Aquel néctar de dioses me impulsaba a acercarme a Carla, a decirle lo mucho que la amaba, a pedirle que se casara conmigo, pues era lo que más ansiaba en el mundo. No me lo pensé más. Cogí la servilleta que me había puesto sobre las piernas, la dejé en la mesa, empujé la silla hacia atrás y me puse en pie. La sala estaba llena de gente, pero para mí sólo existía Carla; sólo la veía a ella, que me miraba con cara de sorpresa mientras rodeaba la mesa y sacaba de mi bolsillo el anillo que había comprado para tan señalada ocasión. Sin mayor demora me acerqué a ella y clavé una rodilla en el suelo. Entonces le mostré el anillo y no dejé que pronunciara palabra alguna. Recuerdo que le dije: ‘No me respondas sí o no a lo que voy a preguntarte. Si la respuesta es afirmativa, bésame; bésame como no lo has hecho nunca… Carla… ¿Quieres casarte conmigo?’.
Cerré los ojos, pues no me atrevía a ver su reacción. Pero en esos momentos ella ya se estaba levantando de su silla para lanzarse contra el suelo, junto a mí. Entonces lo sentí. Sus labios se unieron a los míos en una explosión de amor y felicidad. Jamás me había sentido tan afortunado. La pasión me envolvía mientras notaba cómo las manos de Carla rodeaban mi cuello. Fue un beso dulce, puro, lleno de amor y ternura el que nos dimos en aquel lujoso restaurante, de rodillas en el suelo, ajenos a las decenas de personas que nos rodeaban y que habían estallado en un sincero aplauso al darse cuenta de lo que sucedía. Parecía que el tiempo se había detenido mientras nuestros labios seguían acariciándose, dando muestras del amor que sentíamos el uno por el otro. Y así, finalmente llegó el momento en que abrí de nuevo los ojos. La vi frente a mí, sonriente, feliz. Extendió la mano y yo le coloqué el anillo en uno de sus delicados dedos, el mismo anillo que tres días después dejé sobre su fría lápida. A la mañana siguiente la encontraron muerta, tumbada en su cama. Los médicos dijeron que no había sufrido, que el corazón se le había parado mientras dormía, sin dolor, sin agonía, sin ser consciente de lo que le ocurría. No pudimos hacer nada, pues nada era posible hacer salvo llorar su pérdida.
Ya han pasado cincuenta años desde entonces y aún sigo viendo su rostro cada noche, sonriente, colmado de felicidad, de amor hacia mí; un amor que fue golpeado por el infausto destino… Jamás he podido olvidar el sabor del vino que bebimos en aquella última cena, y sobre todas las cosas recuerdo aquel beso con el que me dijo que quería casarse conmigo, con el que me demostró que me amaba, con el que se entregó a mí en cuerpo y alma. Aquél fue mi último beso, pues jamás volví a besar a mujer alguna. Ahora en mi vejez, después de toda una vida de recuerdos en los que no está Carla, ya sólo espero el momento de reunirme con ella de nuevo, pues anhelo que llegue el instante en que nuestros labios se vuelvan a encontrar.
Sé que ella me estará esperando, y mientras llega ese momento yo seguiré aguardando, saboreando un buen vino y recordando el último beso que le pude dar.
Siempre tuyo… Carla…